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noviembre 09, 2010

La Vieja de las Conchas


SI  YO FUERA

“Si yo fuera un objeto, me gustaría ser el cofre que hallé aquella tarde en el viejo faro abandonado”

Así empezó su historia Alice una de las muchas tardes que nos reuníamos a charlar mientras compartíamos una taza de chocolate caliente.
“ La loca de las conchas” o la “vieja loca” como la llamaban en St. Just, un pueblecito de Cornualles paseaba todos los días a lo largo de la playa, hiciese frío o calor, recogiendo casi todo lo que el mar vomitaba a su orilla: conchas, cristales erosionados, restos que las embarcaciones de recreo tiraban al agua.... Ella les daba vida de nuevo en brillantes collages que decoraban su humilde casa y casi la mitad del pueblo.
Me encantaba escucharla contar mil historias de las que nunca sabía si eran o no verdad, pero poco importaba. La singularidad y la belleza con que las relataba era más que suficiente y casi podías ver las imágenes y hasta a sus personajes hablando ante ti.
Pero mejor callo yo y que hable Alice:

No era un cofre especialmente bien tallado o de gran calidad, su belleza radicaba en lo que contenía, en lo que había atesorado durante tantos años... una carta y un objeto.

No debí haber salido aquella mañana a pasear, o quizá sí, quizá estaba escrito que debía encontrarlo.
La mañana amenazaba tormenta y ya sabes – me decía- que las tormentas en esta costa son un reflejo de la furia de los dioses. Empezó a llover cuando casi llegaba a la punta norte, al viejo faro, y decidí refugiarme. Mi cuerpo no aguantaría otro remojón. Los huesos son viejos y el pellejo que los cubre ya casi no sirve para protegerlos. Tenía miedo a resfriarme de nuevo y...
bueno, sigo...
Me refugié en el faro justo cuando la tormenta estaba en su cenit. El agua golpeaba los maderos viejos y se colaba por el techo. Me refugié en la parte más interna de la planta baja sin darme cuenta de que el suelo de madera estaba podrido. La madera cedió y yo caí a un hueco a no mucha altura.
Estaba oscuro pero por lo menos era un lugar seco. Esperé hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad e intenté buscar una manera de salir. Me di cuenta enseguida que se trataba de un lugar especial. Posiblemente la antesala de un pasadizo que llegaba hasta la playa por debajo de la roca. Al final de aquel habitáculo había una puerta de madera con los goznes oxidados que no pude abrir. Busqué algún objeto que me ayudara a hacer palanca y tanteando por las paredes tropecé con alguna herramienta, una pala o una azada, no sé bien. Cuando apoyé el mango de madera en el suelo a modo de bastón (me dolía el maldito tobillo) oí un ruido metálico. Golpeé de nuevo y pensando que se trataba de una trampilla, limpié con las manos lo que creía una puerta.
Escarbé buscando la manera de abrirla, y contra mas escarbaba el objeto se hacía más grande y ovalado. Sin darme cuenta había desenterrado un cofre.
No sé cuánto tiempo pasé robándole al faro lo que escondía, había olvidado la puerta y la necesidad de salir de allí por mis propios medios, ya nadie iba al viejo faro y menos con una tormenta como aquella, por lo tanto no podía esperar que alguien me rescatara.
Tenía que salir como fuera y ver lo que contenía aquel cofre que me había ofuscado.
Golpeé la puerta de madera con todas mis fuerzas y al final logré astillar la madera y finalmente hacer un hueco por el que salir.
Como sospechaba se trataba de un pasadizo que llegaba hasta la misma playa y arrastrado como pude mi cuerpo y el cofre llegué hasta mi casa.

Limpié el cofre y lo miré durante horas preguntándome si debía abrirlo, si era yo la persona que debía conocer su secreto. Al final cedí a la tentación de abrirlo y él a su resistencia.
Encontré un manuscrito envuelto en cuero trabajado. El papel, milagrosamente estaba en buenas condiciones y me sumergí en su lectura como si fuera mi única misión en este mundo.

Me sorprendió ver que se trataba del diario de Bitácora de un barco inglés del que era capitán una mujer. Relataba el día a día de su nave y sus abordajes. Contenía una relación exhaustiva de sus capturas materiales y además de una crónica de su tiempo, un relato de su propia vida.

Me llamó la atención que llegado casi al final del diario su ánimo decaía y su última página era el gesto de amor más grande que yo haya oído jamás.
Puedo relatarla palabra por palabra, me la aprendí de memoria. Decía así:

A mi querido gobernador:
Me hallo en mi camarote, casi al final de este aciago día, casi al final del que será mi último día.
Beberé mi copa de oporto en el que he mezclado unas gotas de veneno. Dejaré ésta vida dulcemente como debí vivirla y el destino no me concedió.
Cautiva por el dolor, mis últimas palabras salen de este corazón herido y te las dedico a ti, mi única debilidad.
He adorado cada rizo de tu pelo, cada mirada caprichosa, cada sonrisa que me dedicabas sin pasión.
He adorado tus caricias robadas, tus besos de desahogo y tus momentos de mentiroso amor.
Para mi fueron mis mayores tesoros.
Si no puedo ser tu mujer, la única mujer que tus ojos vean no quiero ver el amanecer.
Te he amado y te amaré, pero te dejo mi presagio:
No habrá mujer en el mundo, ni en esta costa ni en la otra, que te ame más que yo.
Nos veremos en el infierno.


No sé si el hombre al que iba dirigida llegó a leer su carta. Sólo sé que junto a aquellos legajos había un medallón del que no había referencia alguna. No sé cómo llegó hasta el cofre ni a quien pertenecía, pero junto con el diario volví a encerrarlo en su tumba de metal y lo devolví a la tierra que lo escondía y de la que probablemente nunca debió salir.


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