“Volver con la frente marchita…sentir que es un soplo la
vida…
A diferencia de la letra de Gardel yo no tenía miedo de
volver. Tenia la maleta llena de recuerdos, de ilusiones, de imágenes de un
pasado que en mi nunca había marchitado.
Volvía a casa, volvía a mis calles, a mi paisaje, a mis
olores y colores, a mi infancia y a mi interrumpida adolescencia.
Volvía para abrazar a mi pasado y a mis amigas y a
reencontrarme con la que fui y tal vez cerrar un círculo doloroso.
Quince días quizá no bastaran pero para mi eran toda una
vida. A mi regreso me esperaría mi hogar, un hijo mayor e independiente y un
hombre casado con su trabajo pero al que adoraba.
Estaba a punto de realizar un sueño largamente esperado.
Miles de kilómetros entre mi realidad y mi pasado. Todo estaba pensado,
estudiado al milímetro. Mil planes que como todos los planes se tuercen en algún
momento.
En el aeropuerto de Ezeiza debía recibirme Julia, mi querida
amiga Julia. Sentía mariposas en el estomago imaginando el reencuentro. Pensaba
en el abrazo que nos daríamos y en las lágrimas que derramaría de pura emoción.
La conexión de vuelos impediría que Julia pudiera recibirme
y entre las dos convinimos que lo mejor era que un taxi me llevara directamente
al hotel en el que 24 horas después nos encontraríamos.
Empecé a buscar entre el gentío de Llegadas Internacionales algún
cartel con mi nombre y el nombre de la compañía de taxis que había apalabrado y
me sorprendió un ligero toque en mi hombro. Me di la vuelta y me perdí en unos
estupendos ojos verdes.
¿Verónica?, me dijo. Soy su taxi.
Me sorprendió que me reconociera entre tanta gente y la
curiosidad me hizo preguntarle como me había reconocido. Julia era la culpable.
Matías era amigo suyo y le pidió que fuera a buscarme. Le dio unas cuantas
indicaciones sobre mi físico y mi inconfundible, según el, melena negra.
No puedo explicar como, de repente, hablas con un extraño
como si lo conocieras de toda la vida. Quizá fuera mi propia excitación o la
determinación de que ningún contratiempo iba a arruinar mi viaje pero así
sucedió. Salimos del aeropuerto entre risas y parloteo incesante. Me llevo al
hotel y me dejó una tarjeta con su nombre y teléfono por si en días sucesivos
lo necesitaba para moverme por la ciudad.
Antes de subir a mi habitación quise comprobar que el roaming
de mi teléfono estaba activado y marque el número de su teléfono para
confirmarlo. Nos despedimos sin más.
Una vez en la habitación no podía quitarme de la cabeza esa
mirada, aquella sonrisa que había movido hilos extraños en mi interior. Achaque
esos pensamientos al largo vuelo y a la emoción del momento y decidí que una
ducha y un café me devolverían el equilibrio.
Pasarían algunas horas hasta que pudiera reunirme con mis
amigas y decidí matar el tiempo en la cafetería, hojeando los periódicos de mi país.
Me sorprendió el pitido de mi móvil que anunciaba un mensaje
entrante:
-¿Te has dejado unas
gafas de sol en el taxi?
- No pero gracias, respondí.
Otro pitido:
-
¿Nos volveremos a
ver?
-
No se.
Otro pitido:
-¿Que es eso, una
sorpresa? Me encantan las sorpresas.
- Toda yo soy una
sorpresa, conteste.
Que demonios estaba haciendo, estaba flirteando con un
hombre al que no conocía pero por alguna razón que no acababa de entender no me
parecía mal ni tenia ningún sentimiento de culpabilidad ni nada parecido. Me sorprendió
darme cuenta de que en realidad me moría por verlo.
Esa noche llegaron Gala y Karina, mis otras amigas. Paseé
con ellas, reí, hablé y hablé hasta que de madrugada nos retiramos al hotel.
Estaba cansada pero feliz. Por la mañana temprano llegaría Julia y estaba
impaciente por empezar mi viaje a mis recuerdos con ella, con ellas. Sin
embargo Matías sobrevolaba todo el tiempo en mi pensamiento.
Supongo que luego el destino y mi absoluta curiosidad
jugaron su papel. No recuerdo exactamente cómo o quíén dio el primer paso pero
recuerdo que el primer día que quedamos para tomar un café el tiempo voló. Tres
horas nos parecieron segundos y de camino al hotel todavía hablamos dos horas más
en el interior de su coche.
La intimidad que habíamos alcanzado en tan poco tiempo era increíble
y casi al final de esa noche mientras Matías jugaba con uno de mis mechones
azabache me miraba y me miraba. Me hacia sentir absolutamente especial. Le
dije:
-
Te mueres por darme un beso, ¿verdad?
El me miró y me dijo que podría estar así hablando y riendo
conmigo. Que el momento era mágico tal y como era. En ese momento sentí miedo.
Seguimos hablando y su boca cada vez estaba mas cerca.
Cuando intento besarme lo frené:
-
No, dije
-
¿Por qué?
-
Porque a mi solo me va a besar un hombre que se muera
por hacerlo, repliqué.
Paso el brazo que jugaba con mi pelo por detrás de mi nuca y
me abrazó. Me besó con pasión, con ternura, con dulzura… Entendí que debía
salir de esa locura transitoria y bajé del coche. Antes de entrar en el hotel
me volvió a besar sin medida contra la pared de la entrada. Me besaba, me
abrasaba por dentro, me decía que no podía dejarme marchar que era adictiva que
nunca había sentido así por una mujer.
Me podría haber muerto en ese momento y no me habría pesado.
El aire era fresco y limpio, su boca sabia genial y en sus brazos me pareció
encontrar una paz que ni siquiera sabia que necesitaba. Nos separamos casi al
amanecer con la promesa en los labios de más.
Por las mañanas disfrutaba con mis amigas y por la noche salía
con él. Paseábamos por la playa con las manos entrelazadas como dos niños
enamorados, jugando, riendo y besando, sobre todo besando.
Disfrutábamos de la conversación, del paseo, de la música en
directo de un bar de moda, del susurro de las olas o de la luna y su magia, disfrutábamos
de todo y de nada.
Le conté lo que estaba sucediendo a Julia y lejos de
reprenderme o de juzgarme me dio un sabio consejo. Me dijo que disfrutara del
momento porque vivir momentos de felicidad era un regalo que no podía desperdiciarse,
pero también me dijo que no me dejara el alma porque cuando uno la empeña
difícilmente puede rescatarla sin arañazos.
Mi alma, creía yo, estaba a salvo
muy lejos en mi querida isla, en mi hogar. Mi realidad me atraparía como el
hambre a un mendigo en cuanto mis vacaciones concluyeran.
Yo me juré que no me enamoraría;
es más creía que a estas aturas de mi vida no era posible porque mis cimientos
eran sólidos y me dije a mi misma que trataría de exprimir lo que la vida
quería regalarme. Estaba dispuesta a dar un paso más a probarme a mi misma que
podría jugar con fuego y no me quemaría.
Matías me pidió que fuéramos a su
casa y acepté. Era una calurosa tarde de
verano y se dirigió a la cocina a preparar un café con hielo. Se quitó la
camisa con una familiaridad y una intimidad que me desmontó. Lo abracé por la
espalda y acabamos enredándonos entre prendas de ropa que volaban. Hicimos el
amor encima de la mesa de la cocina, en la silla, contra la pared…parecíamos
dos locos de amor. Llegamos hasta su dormitorio y volvimos a hacer el amor de
una forma más pausada, más tierna, más madura.
Se quedó dormido de madrugada
abrazado a mí, profundamente dormido y sin embargo sin soltarme como si temiera
que al darse la vuelta desapareciera. Yo no podía dormir, lo único que podía
hacer era mirarlo y acariciar su cabello, la piel de su pecho, su cuello…
Cuando el sol empezó a espiarnos
por la ventana lo desperté con mil
besos, rocé mi cuerpo contra el suyo excitándole, lamí su piel centímetro a
centímetro. Quería grabarme a fuego en sus venas, quería que aquella locura que
compartíamos se le metiera en la sangre y no pudiera volver a ver y tocar a una
mujer sin recordarme. Que nunca pudiera vivir otro amanecer sin pensar en cómo
me brillaba el pelo o mi piel excitada por él.
En mitad de aquella locura de
pasión me tomo la cara con ambas manos y muy bajito, mirándome a los ojos me
dijo:
-
Por Dios, yo quiero una mujer como tú.
Después de aquello hablamos. Él
me preguntaba qué haríamos con lo que había entre nosotros y yo le respondía
que disfrutar el momento, ser felices, vivir un sueño. Nunca le diría que me
había enamorado como una colegiala, no tenía sentido.
Siempre fuimos honestos el uno
con el otro. Nunca hubo mentiras. Él sabía cuál era mi situación y yo sabía que
él pasaba por un momento difícil en su relación. Recién separado y sin las
ideas todavía demasiado claras con respecto a su pareja y a su futuro.
El tiempo pasó rápido, cruel.
Después de ese encuentro ya no pudimos vernos sin demostrarnos con la piel lo
que el corazón nos pedía. La química era tan fuerte y la pasión tan fuerte que era imposible no acabar
el uno en brazos del otro, uno dentro de otro como si deseáramos fundirnos para
siempre.
Mis vacaciones tocaron a su fin,
debía regresar a mi mundo. Me pidió que lo llamara al llegar y lo hice. Me
pidió que le dejara mi dirección o mi número de teléfono, me pidió que le
dejara luchar por mí y diciéndole un “te
amaré siempre” colgué.
Lloré mil lágrimas pero me
recordé a mi misma cual era mi obligación, cuál mi realidad. Recordé las
palabras de Julia y advertí que mi alma
se había vuelto peregrina porque a pesar de que había regresado mi alma se
había quedado a miles de kilómetros pegada a la sombra de Matías.
Le llamé un par de veces más, le
escribí una carta sin remite y le regalé una brújula con una inscripción que decía: “Ningún lugar es demasiado lejos”.
Le dejaba trocitos de mí pero no
quería que luchara por mí. Esa batalla estaba perdida.
Me juré que no lo llamaría más
que no averiguaría de él a través de Julia
porque la sola idea de que pudiera estar compartiendo el aire con otra
mujer me partía en dos.
Pasó el tiempo y no podía dejar
de pensar en lo que me dijo Matías en el aeropuerto antes de partir.
No podíamos quitarnos las manos
de encima, no podíamos dejar de devorarnos
y buscamos un lugar en un baño apartado para amarnos con una locura voraz,
como si el mundo fuera a acabarse en aquel preciso instante. Después de un orgasmo fantástico, dulce y
también triste, con los ojos húmedos me dijo:
-
Te encontraré. Estoy seguro de que la vida
volverá a ponerte en mi camino y cuando eso suceda
no te dejaré escapar.
Rompí mi promesa y hace poco le
pedí a Julia que llamara al número que tenía de él. Necesitaba saber,
necesitaba creer que todavía estaba en mi mundo. Julia lo intentó pero el
número ya no estaba operativo y se había mudado de dirección. Ya no tenía
manera de encontrarlo, lo había perdido definitivamente.
Ahora, muchas noches, cuando la casa se queda silenciosa
cierro los ojos y recuerdo su tacto, su piel, su sabor y me muero por volver a
tener la sensación de volar, esa sensación que siempre tuve entre sus brazos.
Volví de mi viaje habiendo cerrado círculos de mi niñez,
recomponiendo el puzle de mi adolescencia, devolviéndome, renovados, los
colores y olores de mi pasado y añadí a mi recuerdo un tiempo pasado con él.
No somos conscientes de la soledad que nos envuelve hasta
que alguien, por azar, nos rescata de ella. Siempre he creído que las personas
tenemos mil aristas y que con el tiempo van redondeándose hasta que en tu final
te conviertes en una esfera preparada para fundirse con el universo.
Tampoco somos conscientes de que el amor tiene mil caras, de
que eres capaz de amar a dos hombres y no estar loca, de que no te das cuenta
de que estás viva hasta que una locura de amor te desvela la mejor o la peor
parte de ti. Te sacude los cimientos y te despierta del letargo en el que se ha
convertido tu vida.
No me arrepiento. No puedo ser hipócrita conmigo misma y
reducirlo todo a una aventura de verano de una madura. Lo que viví fue algo
extraordinario y agradeceré hasta el día de mi muerte el regalo que fue.
Añoro muchas cosas: la ternura infinita, la pasión
desbordante, y la honestidad con que dos personas, sin ninguna necesidad de
enamorarse lo hacen y además son lo suficientemente valientes para no decirlo.
A veces me siento exhausta de tanto quererlo. A veces me
siento como la golondrina que intenta besar el pico que ve reflejado en el
cristal de una ventana.
A veces el amor duele, sólo a veces.