Oigo pasos en el corredor. Son pasos firmes, seguros, no el arrastrar
cansado de los pies de papa. Se detienen frente a mi puerta. El ruido que
provoca mi corazón alterado me sube hasta los oídos y no me permite captar el
silencio detrás de la puerta o su respiración o mi nombre dicho en un susurro.
Nunca he estado tan excitada.
La expectación que ese hombre ha provocado en mí, me está volviendo loca de deseo. “Entra, entra, ven a mí, ven a mí“, repito una y otra vez mentalmente como embrujo.
No puedo mantenerme esperando, sentada. Voy a abrir la puerta y algo se me ocurrirá si sigue detrás de ella o sencillamente lo agarraré del lazo de su elegante
corbata y lo arrastraré hasta mi cama.
A medio camino la puerta se abre sin más y sin hablar alarga el brazo, tomándome por la nuca para secuestrar mi boca. Un beso largo, profundo, abrasador que me dobla las piernas y convierte mis pezones en diamantes. Separo mi boca de la suya aun cuando se me escapa un gemido de pesar, para mirarlo a los ojos directamente, sin rubor.
Es una lucha de poder. Él toma uno de mis senos y yo bajo mi mano a su entrepierna y aprieto su bulto. No dejamos de mirarnos, Todavía no se ha pronunciado ni una palabra entre nosotros, no hace falta.
Me besa el cuello, el hombro: desliza mi camisón y sigue torturándome con su boca hasta llegar a lamer mis diamantes. Mi mano se vuelve más exigente y le acaricio de
un modo provocador, casi insultante. Ahora es él que se separa y me alza sobre
su cuerpo. Mis piernas rodean sus caderas y el centro de mi palpitante sexo cae
justo en la base de su masculinidad fuerte, dura, caliente.
No sé cómo hemos
llegado a la cama, pero de repente me doy cuenta de que se está desnudando y de
que ata mis brazos a los postes de mi cabezal con las sábanas.
No quiero sentirme vencida, no quiero que piense que
soy una más de sus mujerzuelas a las que seguro somete sin compasión. Me rebelo
pero él me pone su cuerpo entre mis piernas, separándolas y sin compasión lame
cada centímetro de piel sin llegar a mi sexo. Mis gemidos suben de nivel y se
van haciendo cada vez más roncos. Él levanta la cabeza pone el dedo índice
sobre sus labios y me ordena silencio con una mirada que haría temblar a
cualquier doncella pero que a mi me abrasa.