Maldito verano. Julio está siendo abrasador, el más caluroso
en décadas, y mi aparato de aire acondicionado ha decidido fundirse.
He utilizado cuanto tengo a mano para bajar mi temperatura
corporal: abanicos, duchas frías, cubitos de hielo… Nada sirve, nada es lo
suficientemente duradero para que me permita desarrollar mis actividades
cotidianas. Eso de tener la oficina en casa tiene sus recompensas pero en
ocasiones se convierte en un infierno.
Las gotas de sudor hacen rafting entre mis pechos. Mis
muslos, mis brazos, están húmedos.
Por si fuera poco han decidido asfaltar la calle y no puedo
abrir la cortina de mi terraza o quedaría expuesta a las miradas de los obreros
y ya no llevo encima más que mi ropa interior.
Los obreros… parece que los han elegido para mortificarme.
El capataz es un maduro interesante que tiene a su cargo una brigada que parece
salida de un calendario del Cuerpo de Bomberos.
Únicamente llevan puesto el chaleco reflectante y unos pantalones cortos
de color cemento. Músculos dorados en tensión.
El que está justo delante de mi terraza es alto y rubio,
casi un crío. Tiene todavía el rostro pequeño en proporción a la boca carnosa y
bien formada. Parece que tiene algún problema con el martillo eléctrico y lanza
voces a su encargado.
No, no, no lo
enciendas. No llames a tu encargado- pienso mientras espío a través de los
visillos. Sólo faltaba que el ruido del maldito aparato llenara el espacio
haciéndolo aun más insoportable.
Ahora que lo pienso uno de esos me haría falta a mi pero de
carne. Ya no me acuerdo de cuando fue la última vez que… Ufff..., empiezo a desvariar, el calor me
hace pensar en cosas raras.
Se estiró sobre la hamaca dejando que el visillo le rozara
la piel con cada soplo de aire. Le parecía
una caricia casi tímida y muy sensual. Cerró los ojos y sintió, solo sintió…
Me acariciaba el muslo suavemente, casi como si jugara con
una pluma sobre mí. Mi cuerpo empezaba a responder y me removía inquieta en la
estrechez de la
tumbona. Subía lentamente haciendo círculos sobre mi ombligo
y bajando hacia la zona que, de poder gritar, estaría aullando de necesidad. Había
dejado de ser un roce sutil y notaba con agrado el áspero poder de una mano. Me
acariciaba las caderas y jugaba con el elástico de mis braguitas haciendo que
elevara esa parte de mi cuerpo sin pudor.
El calor había quedado en segundo plano, dando paso a una ardiente
necesidad. Podía leerme la mente porque mi sujetador desapareció como por
ensalmo dejando libres unos senos coronados que pedían a gritos la redención.
Noté la humedad de su lengua y la mortificación de un leve
soplido en los pezones. Una y otra vez, lamer y soplar, lamer y soplar…
Gritaba en silencio que bajara hasta mi entrepierna y que me
atormentara del mismo modo y noté como su mano se abría paso separándome las
piernas y tomando como suyo lo que tanto tiempo había sido solo mío. A estas
alturas mi cuerpo ya no me pertenecía y notaba la humedad de mis lágrimas
descender por mi rostro como una súplica. Necesitaba que aquel cuerpo
desconocido me llevara a la cima, necesitaba sentirme viva y mujer, necesitaba
dejarme caer en una “petite morte” duradera, infinita.
La suavidad de mi secreto dejó deslizar aquella maravilla
hecha de fuego y empecé a subir alto, alto… con cada embestida creí tocar el
cielo. Mi cerebro sólo repetía una y otra vez: más, más, más, como un mantra.
Me dio la vuelta y cabalgó sobre mí como si no hubiera nada más importante en
el mundo, como si en ello le fuera la vida: intensamente, profundamente,
apretando mis caderas, mi pecho, mi vientre.
Se acerca, mi “petite morte” se acerca, y es desmedida,
excesiva, terrible, formidable. No quiero que se acabe, no quiero que….
Un sonido estridente le despertó sorprendiéndole con las
manos dentro de sus bragas. Un ruido discordante, estruendoso y chillón que la
sacó de un sueño perfecto.
El maldito martillo se había puesto en funcionamiento.