Una vez me dijeron que la vida pesa tanto que no nos damos
cuenta de lo que, sin querer, vamos orillando. La realidad nos aleja de lo que
realmente importa y nos convertimos en muñecos de trapo al antojo del día a día.
Lo tienes a tu lado y piensas que nunca te faltará, te acaricia
y no lo aprecias como debieras, te besa, te sonríe, te habla y te suena a besos
y caricias añejas.
Uno debiera sentir que cada beso es único, que cada caricia
la primera, que la mirada es siempre como aquella que atrapó tus ojos una tarde
de otoño, que te eligió para pasar la vida y al final la vida si él no tiene primavera.
Y me cuentas que sigues rozando su piel morena, que aspiras su
olor en toallas o en la almohada de vuestra cama, y que recuerdas tantas risas debajo de esas sábanas,
tantos abrazos de pies, piernas y brazos; tantas miradas cómplices y tantas picardías
que cuando lo piensas el pecho se llena de un dolor dulzón, de una culpa agria,
y te das cuentas de que lo que tomas por rutina, por futilidad, es en realidad el
gran regalo de la vida.
Te pierdes en cantos de sirena, en palabras o en ilusiones vanas
y pides a gritos que te anuden a un poste y no sólo tienes el mástil si no que navegas,
sin percatarte, en una hermosa fragata.
Corrige el rumbo y deja que ese viejo viento infle de nuevo tus
velas.