Siempre sospechó que el final sería tan lento como el
principio. Los finales no tienen por que ser amargos y que no lo sean depende
exclusivamente de uno.
Este final no sería amargo porque no dejaría que las
palabras de despedida se llenen de veneno. Sencillamente no habría despedida.
Conversábamos tranquilamente al abrigo de una taza de café
humeante. No había dolor en su rostro, no había lágrimas, ni reproches… La
ausencia de cualquier emoción hizo saltar las alarmas. No era propio de una
mujer tan apasionada aquel apatismo. Le pregunté si mi percepción era correcta
y me contestó que sólo había un tremendo vacío.
Bebimos café en silencio. Sentía que debía decirle algo que
la ayudara, sentí que debía ocupar de nuevo esa cabeza aunque sólo fuera con
una estúpida conversación…
El verdadero vacío no existe. Cuando crees que estás vacío y
te entristeces por ello es que ese vacío está lleno de sinsabores, decepciones
o pena. Cuando el vacío que sientes te
impide expresarte es que está repleto de palabras atascadas. Si te quema las
entrañas es que hay un fuego que lucha por salir. Si no te permite respirar es
que necesitas el aliento de un alma amiga, de un amante tierno, de un hijo que abandonó
el nido, o el abrazo de otros que ya partieron, Ese vacío está lleno de nostalgia.
Los vacíos no existen. Un sentimiento se convierte en un
vacío sólo si ha sido deseado, si pudo ser y aún no fue complacido o si, por
haberse desaprovechado la oportunidad, no pudo ser complacido, ocasionado
sentimientos de pesar.
Al final todo se reduce a deseos insatisfechos. La única
manera de combatir esos “vacíos” es aprender a no desear lo que no debemos, a conformarnos
con los que somos y con lo que tenemos.
Ella levantó su mirada de la taza y me dijo:
Encuéntrale un sentido a mi vida. Esa es la única manera de
evitar que los vacíos te llenen de nadas…